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Magola Moreno, el alma libre del Caribe en Pueblo Bello

Por Yarime Lobo Baute, artista, arquitecta, escritora y curadora

Desde mi casa-taller en Choachí, donde el viento del altiplano susurra verdades frías, hasta Valledupar, donde el Valle de Upar me abraza con su canto vallenato, mi vida fluye aquí, ahora entre dos mundos, un latido que siempre lleva el Caribe en el alma. En Pueblo Bello, en el corazón del César, he encontrado a Magola Moreno, un espíritu libre que, como al igual que yo, pinta para comunicar, para reconocerse universal, para ser. Allí, despojada de los “pareceres” que encadenan, Magola vive rodeada de un ejército de perros y gatos que le regalan los amores más puros, esos que no piden más que un roce, un instante de calor. Cuatro veces he cruzado el umbral de su mundo, y cada visita ha sido un viaje al Caribe enclavado en la sierra: un lienzo vivo donde los colores cantan, las memorias resisten y los sueños se alzan. Le dejé la primera vez un retrato que pinté en su presencia, capturando la chispa indómita de sus ojos, y la última vez me nació darle mi obra “Sueño a Cuestas”, una niña que lleva un colchón al hombro, subiendo con esfuerzo una escalera de peldaños escarpados, enfrentando riesgos pero abrazando retos que prometen superación. Esa niña es Magola, soy yo, somos todas las que cargamos sueños pesados sin detenernos. Como artistas y madres, compartimos el anhelo de abrir caminos con paleta y pincel, accionándolos sobre el lienzo como quien siembra amor en la tierra. Y en este camino, entra mi primo Alonso Sánchez Baute, amigo de Magola, quien ha tejido con sus palabras un puente que une nuestros corazones caribeños.

La vida: Un río que elige su cauce

Magola Moreno no es solo una pintora; es un río que se niega a ser domado. Nacida bajo el sol ardiente de Barranquilla, su vida dio un vuelco a los 40, cuando dejó las certezas de la publicidad para escuchar el llamado del arte. “He sido consciente de que siempre fui una mujer obediente y que ya había vivido la mitad de mi vida”, dice Magola, según se recoge de su voz, y en esa frase siento el eco de mi propia búsqueda, que alterna en el arriba y el abajo, desde Choachí hasta Valledupar. Sin academias que la moldearan, aprendió a pintar desde la memoria de su mano derecha, que, como ella afirma, “cuenta su propia historia”.

Escogió Pueblo Bello como su hogar, un rincón donde la Sierra Nevada le susurra historias y el aire sabe a libertad. Allí, sus perros y gatos, guardianes de su soledad, son más que compañía: son su familia, sus musas, sus amores nobles. Como madre, sé lo que es criar, cuidar, amar sin condiciones; Magola lo hace con su única hija y en especial con sus lienzos y con esos seres que la rodean, tejiendo un hogar que es santuario y taller. Su infancia en Barranquilla, entre las pinturas primitivistas de su madre, Mayra Paba, y la galería de su padre, Ricardo Moreno, fue un preludio. La escultura Bachué de Rómulo Rozo, regalo de su abuelo, velaba sus días de niña. Pero Magola no se quedó en esas herencias; las tomó, las transformó, y desde Pueblo Bello pinta un Caribe que respira en cada trazo.

La obra: Un homenaje al Caribe y sus rostros

Aunque Magola no es afrodescendiente, su pincel abraza la afrodescendencia con una devoción que hace temblar el alma. En su serie Art Lovers (2020-2022), sus figuras afrodescendientes, altivas y llenas de vida, se apoderan de espacios que el arte canónico les negó. Las pinta frente a obras como Los suicidas del Sisga de Beatriz González o Los Amantes de Magritte, con ojos verdes que, con ironía, desafían la colonial idea de “mejorar la raza”. “Es una manera de devolverles el lugar que les pertenece”, se recoge de su voz, y yo, que desde Choachí y Valledupar he sentido el peso de las miradas que encasillan, entiendo su fuego tal cual como lo escribe Alonso, mi primo, “Magola es una mujer a la que no le asusta la libertad”, y sus lienzos lo proclaman.

Sus colores, robados al crepúsculo caribeño, tejen un “surrealismo mágico” que evoca a Leonora Carrington, pero con el tambor y la sal de nuestra tierra. Inspirada por Alice Neel y Kerry James Marshall, Magola pinta la afrodescendencia desde la dignidad, la belleza, el poder. En su exposición en Cartagena, que se extendió hasta marzo de 2025, sus figuras esbeltas flotan entre lo real y lo soñado, invitándonos a mirar el Caribe con ojos nuevos. Cada trazo es un acto de amor, un homenaje al mestizaje, una resistencia que no necesita gritar para ser oída.

Pueblo Bello y la Galería KA: Donde los sueños suben peldaños

En Pueblo Bello, Magola ha encontrado su Macondo, un lugar donde la Sierra Nevada es musa y refugio. Sus perros y gatos, con sus amores sin condiciones, son parte de ese lienzo vivo que es su vida. “Mis animales tienen memoria y me enseñan a ser”, se le atribuye, y yo, que he visto a esos guardianes de su alma, sé que son su fuerza. Como madre, entiendo lo que es cargar sueños pesados, como la niña de Sueño a Cuestas, que sube con un colchón al hombro una escalera de obstáculos por sortear y riesgos. Magola, como esa niña, no se detiene; pinta, crea, vive.

Pero su lucha trasciende el lienzo. En Valledupar, en el Callejón San Juan de Córdoba, en el Centro Histórico, Magola ha dado vida a la Galería KA, un espacio en la Fundación Casa de Encuentros, dirigida por su amiga y mentora Cecilia Villazón. Con esfuerzo y pasión, Magola trabaja para que este refugio artístico perdure, un lugar donde el arte caribeño respira, dialoga y resiste. Es un acto de amor, un peldaño más en su escalera de superación, un sueño que carga con la misma valentía que la niña de mi obra.

Alonso, mi primo, ha sido un pilar en su camino. Su amistad, tejida en risas, charlas y complicidades, es un lazo que une sus mundos. “Magola pinta lo que las palabras intentan contar”, escribe Alonso, y en esa frase reconozco la hermandad de dos almas que narran el Caribe desde el corazón, ese que me inspira estas palabras y el mismo que me lleva a navegar entre el altiplano de Choachí y los valles del Cacique Upar, Magola encuentra en Pueblo Bello y en la Galería KA espacios para ser libre, para pintar sin miedo, para cargar sus sueños a cuestas.

Un legado de amor y rebeldía

Curar a Magola Moreno es curar un pedazo de mi alma. En sus lienzos, veo el Caribe que amo, ese que ubico en un Universo al que llamo Macondo: diverso, rebelde, vivo. Como artistas y madres, compartimos el anhelo de crear mundos donde nuestros hijos y nuestras obras crezcan libres. En sus espacios, donde dejé un par de obras de mis manos: su retrato y Sueño a Cuestas, he sentido la fuerza de una mujer que pinta para sanar, para reivindicar, para ser. Con Alonso, su amigo del alma, hemos sido testigos de su luz, un faro que ilumina el Caribe desde Pueblo Bello y se extiende hasta la Galería KA en Valledupar.

Magola es un río que fluye sin detenerse, una niña que sube peldaños con el peso y a su vez las alas de sus sueños. Su legado es una invitación a mirar nuestro Caribe, a escuchar sus voces, a tejer con amor y resistencia. Desde mi Estación -Casa Taller en Choachí, donde el viento del altiplano me susurra, hasta Valledupar, donde el Valle de Upar me canta, escribo estas palabras para Magola, para su arte, para nuestro Caribe. Vayan a sus lienzos, a la Galería KA, déjense envolver por sus colores, y descubran en ellos el alma libre de una mujer que, desde Pueblo Bello, pinta nuestra verdad.

Nota: Esta curaduría es un canto a Magola Moreno, a su vida en Pueblo Bello, a su amistad con mi primo Alonso Sánchez Baute, a su lucha por la Galería KA, y a nuestra conexión como artistas y madres. Desde esta hamaca grande que se mece entre Choachí y Valledupar, tejo estas palabras con el amor que ella pone en cada trazo, honrando un Caribe que respira en su arte y en la niña de Sueño a Cuestas, que sube con valentía hacia sus retos.

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