Tasajera, crónica de la tierra del olvido

Milagro Patrón Noriega

Doctoranda en Ciencias De La Educación

Universidad Del Magdalena

 

La “Tierra del Olvido” como alguna vez titularía Carlos Vives una de sus producciones musicales, queriendo quizás hacer referencia a ese vasto territorio ancestral de incalculable riqueza cultural, bañado por las aguas del Rio Magdalena y la Ciénaga Grande del Santa Marta, en donde se asientan poblaciones humanas “anfibias” e “invisibles” ante los ojos de la sociedad, de autoridades y gobiernos. Esta región de gran importancia ecológica y económica, caracterizada por sus humedales y manglares, hábitat de una extensa diversidad de peces y de aves, es actualmente una de las regiones más pobres de Colombia.

Allí, en el corazón de ese territorio olvidado se encuentra Tasajera, un corregimiento del municipio de Pueblo Viejo (Magdalena), de aproximadamente diez mil habitantes que hoy es noticia en los titulares de los principales medios de comunicación del país. Una tragedia más tocó a sus puertas, la tragedia de la muerte. La conflagración de un automotor volcado a un lado de la carretera en el km 48 de la vía que conduce de Barranquilla-Santa Marta, el cual transportaba alrededor de seis mil galones de gasolina que estaba siendo saqueada por al menos un centenar de personas procedentes de esa población, ha dejado saldo creciente de víctimas mortales y más de sesenta heridos por quemaduras corporales hasta de un 99%.

Pero más allá de la fatalidad provocada por una cadena de actos inconscientes o “conscientes” de personas sumidas en la desesperanza, cegadas por el hambre y la miseria que enfrentan hace muchos años y que se ha vuelto parte de su cotidianidad, es importante hacer un recorrido en el tiempo que permita desentrañar las causas de este comportamiento humano que da paso a todo tipo de fenómenos sociales que estructuran el ADN de su historia.

De acuerdo con estudios arqueológicos citados por el CEER (Centro de Estudios Económicos Regionales) del Banco de la República en el 2011, los aborígenes habitantes de esta región tenían inicialmente un economía de base agrícola. Posteriormente, ante el desarrollo de un ambiente acuático favorable por la formación de la franja litoral angosta de la isla de Salamanca hace dos mil años, migraron a la pesca de especies de agua dulce y salada, la cual era abundante en ese entonces. Lo anterior condujo al establecimiento temporal y luego permanente de una población de pescadores que construyeron viviendas de madera con techos de palma, clavadas con estacas en el fondo de la ciénaga, pero visibles por encima del nivel del agua conocidas como “palafitos”, muchas de ellas pintadas de colores vivos, así como también al asentamiento de poblaciones a lo largo de la costa. La pesca artesanal y la recolección de moluscos se convirtió en aquel tiempo en su principal actividad económica, la cual garantizaba la subsistencia y la satisfacción de sus necesidades básicas.

Durante el siglo XX se inició un progresivo deterioro ambiental originado por factores naturales y antrópicos (causados por el hombre), como la disminución del caudal de los ríos que desembocan en la ciénaga, el aumento de la sedimentación del Rio Magdalena a causa de la desforestación, y la colonización de la zona pantanosa. Pero sin duda alguna, entre los años 50 y 80 se produjo uno de los mayores impactos que ha sufrido esta ecorregión: la construcción de la carretera que comunica a Ciénaga con Barranquilla, 40.6 kilómetros de vía que atraviesan la Isla de Salamanca (declarada en el 2000 Reserva de la Biósfera de la Unesco), suponen una barrera en el flujo hídrico natural entre el mar y la ciénaga que antes permitía el intercambio de aguas dulces y saladas. Esto ocasionó el aumento de la salinidad con la consecuente pérdida de 285.7 km2 de bosque manglar y de numerosas especies animales. Según el Invemar (Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras), mientras que en 1967 la actividad pesquera producía 27.000 toneladas anuales, en 1987 había disminuido a 1.785 toneladas. En los últimos años se ha logrado una leve recuperación de la producción, estimada en una media anual de 6.200 t/año. (Invemar, 2013).

Según Corpamag (Corporación Autónoma Regional del Magdalena), el daño ambiental producido es incalculable, hasta el punto de considerarse como el crimen ecológico más notorio en la historia de Colombia. Lo anterior, unido después a una creciente población en situación de extrema pobreza que explota los recursos del mar de manera intensa, así como el aprovechamiento ilegal de la madera del bosque manglar, la contaminación causada por la falta de infraestructura sanitaria de los asentamientos humanos y los residuos de la agroindustria ubicada en cercanías a los caños, coadyuvan en el impacto negativo a este ecosistema. De acuerdo al CEER (2011), en los últimos cuarenta años la actividad pesquera se ha reducido a causa del deterioro ambiental y la sobre-explotación de las especies con métodos y técnicas no adecuadas. Se estima que un número aproximado de 5.000 pescadores y al menos 20.000 personas que dependen de esta actividad en los diferentes asentamientos de esta región, han sido afectadas.

A pesar de que esta ecorregión ha recibido aportes del Fondo Nacional de Regalías y de la sobretasa ambiental del 5% recolectada en los peajes de Tasajera y el puente Laureano Gómez, para ser invertidos en proyectos, planes y programas de recuperación ambiental y socio-productivos que involucren a la comunidad, incluidas otras alternativas productivas como el ecoturismo, la acuicultura y las artesanías, nada de ello se refleja en la mejora de la calidad de vida de estas poblaciones. Es un territorio que parece estar detenido en el tiempo y completamente estancado en su desarrollo. La acumulación de todo tipo de desechos, basuras y aguas estancadas que se aprecian incluso desde la carretera, muestran un paisaje que no puede ser más triste y devastador. Es literalmente un símbolo del abandono y el olvido por parte del Estado.

La carencia de servicios públicos esenciales, como la energía, el suministro de agua potable e infraestructura sanitaria básica, el hacinamiento en las viviendas por la situación de pobreza, los problemas de violencia intrafamiliar y embarazo en adolescentes, el bajo nivel de acceso a la salud, a la educación y a las oportunidades de trabajo, y demás condiciones inhumanas, han condenado a esta población a una miseria perpetua que contrasta con el emporio turístico, comercial e industrial de ciudades como Santa Marta y Barranquilla, ubicadas a menos de una hora de estas poblaciones. Sus moradores señalan directamente a los gobiernos locales, departamentales y nacionales como responsables de esta lamentable situación, quienes solo se aparecen en tiempos de campaña electoral, pero que luego se esfuman cuando hay que hacer frente a las necesidades y las problemáticas de las comunidades. Tampoco hay que olvidar los episodios de violencia y masacre vividos por esta población en el año 2000, lo cual dejó secuelas imborrables. Sumado a ello, la región también se ha visto fuertemente azotada por el flagelo del Covid-19, con una alta tasa de contagios y mortalidad.

La situación de vulnerabilidad, inequidad y desequilibrio social, desarrolla en estas personas un sentimiento de rebeldía que desencadena en un sin número comportamientos desafortunados y actuaciones desesperadas en las que ponen en riesgo hasta la propia vida para conseguir el sustento diario, como lo acontecido el pasado 6 de julio. Su gente pone las esperanzas en que “pase algo en la carretera”, para poder beneficiarse y conseguir recursos para su subsistencia. Es una tierra en donde reina la desobediencia civil, en donde no hay respeto a la autoridad, y la ley y el orden perdieron el sentido ante la insondable pobreza.

Esperemos que no se repitan situaciones similares para que el Estado vuelque sus ojos hacia estos territorios y se tomen las acciones necesarias para que en un futuro no muy lejano dejen ser “Tierras del Olvido”.